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En busca del fuego


Del rescoldo de un tronco fulminado por el rayo tomaron la semilla del ser de luz roja y lenguas abrasadoras. Lo alimentaron y engordaron para que tuviera una vida larga y fecunda, para que pudiera crear muchos hijos con que extender su estirpe a lo largo del tiempo y del espacio de la vida del clan. Durante años conservaron su semilla protegida dentro de pequeñas calaveras; preservaron su aliento en el interior del cráneo descarnado de algún pequeño animal cazado con trampas. Él fue su luz y su calor, su defensa contra las fieras, la magia que ablandaba los alimentos, el brillo que les orientaba en la noche... pero un día el espíritu dorado se extinguió; por una extraña conspiración de los espíritus se apagaron las tres hogueras. Un lúgubre lamento se alzó desde la garganta de sus guardianes como pidiendo perdón anticipado por las vidas que se iban a perder.  

Tres hijos del clan, fuertes y jóvenes, partieron hacia el sur. Los más viejos hablaban de una montaña ardiente; en ella brotaba fuego de la tierra desde el interior de un pozo en la cima. Ríos de fuego se desparramaban ladera abajo de aquel monte humeante manteniendo viva su semilla largo tiempo. Era un fuego sin troncos, sin grasa ni hierba seca; un fuego que moría y se convertía en piedra;  pero su espíritu transmitía igualmente la magia de su poder a una antorcha. La montaña estaba lejos, ninguno de los jóvenes la había visto jamás.

Pasaron tres lunas mientras atravesaban territorios extraños. Ocultos de noche en cuevas y oquedades, caminando todo el día, cazando lo imprescindible, alimentándose con raíces y plantas en los arroyos... Llegaron así muy lejos hacia el sur, hasta la orilla de un lago enorme cuyas aguas, de salado sabor, se perdían en el horizonte.  En todo ese tiempo evitaron los encuentros con los otros aunque muchas veces estuvieron a punto de ser descubiertos; pero la gente del clan era muy hábil haciéndose invisibles en la naturaleza y sus cuerpos jóvenes aguantaban bien las privaciones de largas esperas inmóviles: podían incluso casi hibernar como un oso si era preciso, por nada se expondrían a fracasar en su misión.

En el norte el resto de la tribu sufría los mordiscos de las fieras y, los peores, del frío que ni siguiera la cueva detenía. Bajo las pieles, en la oscuridad de la noche, tras la empalizada alzada contra las alimañas; el sueño se veía alterado por el miedo, lo impedía el helado pavor a una muerte cierta.

Por fin los exploradores llegaron a la Montaña Cuna del Espíritu Dorado. Se divisaba a lo lejos su forma perfecta como la de un gigantesco hormiguero. Pero no se elevaba de su cima el oscuro aliento de la respiración del Dorado Espíritu. Cuando subieron a su cima observaron que la madre del espíritu había quedado yerma. Sus entrañas, antes rojas y humeantes, se habían convertido en piedra.

Entonces retornaron al Camino del Norte sabiendo que solo había una manera, que solo de una forma podrían llevar el fuego sagrado a su clan. Conocían que Los Otros estaban en posesión del espíritu dorado;  habían visto durante muchos días las columnas grises del humo que subían perezosas hasta el cielo desde sus  poblados y,  por la noche, distinguían los brillos de las hogueras entre las chozas. Pero Los Otros eran gente peligrosa: eran numerosos y siempre estaban listos para la caza y la guerra. Disponían de lanzas ligeras de largo alcance que (y esto era asombroso) eran capaces de arrojar desde muy lejos aunque su fuerza no era mucha. Los Otros formaban partidas de muchos cazadores y luchaban como enjambres. Los del clan los evitaban, no querían luchar en campo abierto contra ellos porque siempre perdían muchos hombres mientras que ellos parecían no acabarse nunca.

Hub, el más hábil rastreador de los jóvenes del clan, logró acercarse al poblado pasado el crepúsculo. Pasó la noche excavando un hoyo en las afueras del poblado, en el suelo, donde enterrar su cuerpo excepto la cabeza que camufló dentro de un arbusto. La tierra batida de los alrededores disimulaba bien los restos esparcidos en torno a su escondrijo. Entonces se hizo piedra y esperó el día.
La jornada en el poblado de los otros comenzaba al amanecer. Sus costumbres eran extrañas y complejas. Desde su posición a ras de suelo Hub se dispuso a observar.  No disponían de guardianes del fuego, por eso pudo llegar hasta allí sin ser descubierto por la noche,  pero los fuegos se habían apagado. Apenas asomó el sol en el horizonte uno de los hombre salió de su cabaña acercándose hasta donde estaba oculto el joven del clan y se plantó adormecido ante el arbusto. Hub reprimió un grito cuando aquel chorro amarillo, caliente y humeante, se desparramó sobre su cabeza. El hombre, cuya dentadura mostraba que ya era viejo, volvió a la cabaña y salió después llevando un arco y un pequeño morral de piel en la mano. Se sentó en el suelo muy cerca del escondite del hombre del clan. Sacó de la bolsa de cuero una varilla de flecha sin punta ni pluma guía, una vértebra de uro y un trozo de madera seca.  Tomó la mazorca de una enea y la despeluchó haciendo una especie de nido con los vilanos. Preparó después un puñado de ramitas secas que colocó sobre la ceniza de una de las hogueras apagadas. El joven cazador del clan lo observaba fascinado mientras el viejo trabajaba durante un rato con un pequeño cuchillo de sílex sobre el trozo de madera: parecía querer abrir una especie de cuña transversal en aquella rama partida longitudinalmente. Después la dejó en el suelo sobre una hoja seca apretándola bajo la rodilla; mientras con la otra mano sujetaba el arco cuya cuerda había enrollado con una vuelta en la varilla y colocaba su punta roma justo sobre el ángulo de la cuña en la madera. El joven Hab, escondido, miraba incrédulo la extraña forma en que sujetaba la flecha al arco: evidentemente el viejo estaba loco. Éste finalmente sujetó el extremo superior con la vértebra de uro aprovechando un rebaje en forma de hoyo tallado en el hueso.  Mantuvo así sujeta la varilla contra la madera mientras sujetaba el arco por un extremo y empezaba a realizar un suave movimiento de vayvén. El hombre del arbusto seguía mirando cada vez más interesado. Por un momento no pasó nada. El ir y venir del arco se sucedía frenético y no encontraba sentido a la maniobra. De pronto una pequeña voluta de humo blanco ascendió desde la madera. La pequeña columna de humo se mantuvo y aumentó en los instantes posteriores hasta convertirse en una pequeña humareda. El hombre del arbusto, desde su escondrijo, miraba asombrado; ya no sentía el cuerpo abotargado por la obligada inmovilidad y se olvidó que la sed le atormentaba cruelmente. Había visto con sus propios ojos el nacimiento del niño fuego y, estaba seguro de que aquel hombre viejo, aquel sabio de los otros, sabría hacerlo crecer: sus movimientos parecían seguros como los de un cazador experimentado. El viejo aceleró un momento el movimiento del arco y apretó con fuerza la vértebra sobre la varilla. Después arrojó el arco a un lado arrastrando consigo la varilla que salió despedida unos metros más allá. Luego se inclinó con cuidado sobre el tronco humeante y raspó con la punta de su cuchillo de sílex en el pequeño hoyo negruzco que se había producido. El rojo fulgor de una brasa diminuta cayó sobre la hoja. Después la llevó hasta el nido de vilanos y la hizo caer en su interior. Sopló vivamente hasta que el humo blanco empezó a salir por entre las finas vellosidades vegetales de las semillas de enea. Entonces lo cogió entre sus manos y lo movió de un lado a otro con movimientos rápidos. En un instante brotó una llama de su interior y comenzó a arder. El viejo lo arrojó entonces sobre los palitos que había dispuesto en la hoguera apagada y esperó un momento a que comenzaran a arder, después colocó los troncos más gruesos que yacían apilados en un montón. El fuego empezó a crepitar y rugir con aliento poderoso.
La tribu se desperezaba. Las mujeres colocaron piedras redondas sobre el fuego y llenaron los odres para hacer la sopa del desayuno. Los niños cargaron adormecidos los pellejos para acarrear el agua y fueron bostezando hasta el arroyo. Los cazadores prepararon rápidamente su equipo y se sentaron alrededor del fuego a la espera del desayuno antes de la partida de caza. Cuando las piedras estuvieron calientes las mujeres cogieron unas ramas en forma de horquilla y sujetando las piedras con ellas las introdujeron en el interior de los odres. Un chorro de vapor ascendió anunciando que el agua había comenzado a hervir. La sopa la tomaban directamente de los odres ayudándose de conchas. Estas las traían de muy lejos los Habitantes de los Grandes Lagos del Sur y las cambiaban por pieles.

El día se le hizo muy largo a nuestro joven intruso. El dolor del cuerpo por la prolongada inmovilidad se le hacía intolerable;  peor aún resultaba la sed. Con todo se prometió a sí mismo que aguantaría oculto en aquella incómoda situación. Era tal la transcendencia que su descubrimiento suponía para el clan que no podía permitirse flaquear. La noche tardó en llegar. Cuando lo hizo se sentía presa de calambres insoportables. Los Otros no se retiraron inmediatamente sino que, al calor de las fogatas, pasaron mucho tiempo charlando, riendo y bebiendo un extraño brebaje que olía a semillas fermentadas. Hub pudo distinguir durante el día que lo preparaban cociendo cebada y dejándola reposar. Había numerosos odres llenos de aquel líquido colgados en una de las chozas. Pasadas unas horas Los Otros danzaban felices, pero torpes y mareados, en torno a la hoguera como si hubieran ingerido setas venenosas. Bajo su vientre enterrado, por entre sus piernas, notó la cálida corriente de la orina: ya no podía aguantar más.  Cuando todos dormían, salió a duras penas de su agujero. Le costó horrores desenterrar su cuerpo acalambrado. Las piernas no le respondía y estuvo frotándolas un buen rato hasta que pudo incorporarse. Después se acercó a la fogata. Podía robar el fuego en ese mismo instante. Podía coger una gruesa rama bien encendida y correr hasta la colina donde le esperaban sus compañeros. Eso era lo que sus compañeros esperaban, pero delante de la hoguera y con una estaca encendida en la mano, tomó una decisión. Dejó la rama ardiente de nuevo en su sitio y se acercó sigiloso hasta la choza de aquel viejo de Los Otros que era el amo del fuego y levantó la piel que cubría la entrada con temor. Lo que pensaba hacer podía dar al traste con todos los esfuerzos realizados por los tres exploradores y el propio clan, pero merecía la pena. Buscó en la penumbra del recinto el morral donde el viejo guardaba los instrumentos mágicos que traían al mundo al hijo del espíritu dorado. Los vio apoyados en un rincón cerca del viejo que dormía solitario envuelto en pieles, pero no encontró el arco. Es igual, pensó, ya lo fabricaría él mismo; había visto bien como era. Luego despacio, con las piernas torpes y doloridas, se alejó caminando hacia la colina.

Cuando llegó sus compañeros le miraron alarmados. ¿Dónde estaba el fuego?¡Lo había tenido al alcance de la mano y volvía sin él! Defraudados por su incomprensible comportamiento le miraron con resentimiento y decidieron acercarse hasta los rescoldos de las hogueras y robar algunos tizones. Quizás lograran reavivar en el viejo Espíritu Dorado el aliento joven de su fuerza.  Pero el joven cazador se lo impidió. Les contó que los otros sabían encerrar dormido el Espíritu Dorado en un morral y que él sabía despertarlo. Tristes, incrédulos, se resignaron. No creían en absoluto la historia que les contaba, pero no les quedaba más remedio que esperar: en el poblado había muerto el brillo de las ascuas en todas las hogueras.

Al día siguiente el joven cazador quiso mostrar a sus compañeros la magia que había robado a Los Otros. Construyó un arco y trenzó fibras vegetales para fabricar una cuerda.  Luego probó cientos de veces a frotar con la varilla sobre la madera con ayuda del arco. Sus compañeros desesperaban. Irritados como estaban habían comenzado a pensar en abandonarlo; quizás aún pudieran hacerse con el espíritu latente en el ascua enterrada en ceniza de una hoguera abandonada. Decidieron volver al poblado esa noche y robar el fuego de sus hogueras pero fueron descubiertos por una mujer que  salió a orinar. Ante los gritos de la mujer toda la tribu cayó sobre ellos hiriéndoles gravemente. Antes de morir, al amanecer, tuvieron la oportunidad de comprobar con sus propios ojos la realidad de la magia que les había contado su amigo. Luego, fueron sacrificados por ese mismo fuego cuyo nacimiento contemplaron: en aquel poblado se comía a los hombres.

El joven cazador, en solitario, emprendió la marcha hacia el norte. Los días se habían vuelto grises y la niebla se alzaba sobre los ríos. Pronto llegaron las lluvias y, más al norte, la nieve brillaba ya sobre las montañas. Se detenía muchas veces a practicar con el arco y la varilla. Hubo de trenzar muchas cuerdas rotas por el uso. La madera que usaba el viejo se había vuelto inservible hacía tiempo horadada por tantos agujeros. Buscó otra intentando que fuera del mismo árbol. Había pulido infinidad de varillas. En cada intento lograba iniciar una débil columna de humo, pero no conseguía llegar a formar la mínima brasa en sus maderas. La humedad le penetraba hasta los huesos y la tristeza por su fracaso, por sus compañeros muertos y por su clan desvalido le atenazaban. Probaba cada día frotando la varilla pero seguía sin despertar del todo el Espíritu Dorado, tan solo lograba entrever el lejano aliento de su respiración.

Llegó el último día de su viaje y el sol lucía raramente esplendoroso en el cielo. Estaba muy cerca ya del  territorio del clan. Apenas le quedaba cruzar las oscuras montañas que se contemplaban al sur desde su cueva y, que ahora tenía enfrente. Eran montañas de rocas negras de basalto que se calentaban con el sol llegando a ser abrasadoras al mediodía. Se apoyó en una de aquellas rocas desesperado. Por sus mejillas rodaron las lágrimas y cayeron sobre la roca; estaba tan caliente que se secaron enseguida. Sacó de su morral los instrumentos mágicos aunque, pensaba ahora, seguramente habían perdido su poder. Los esparció en el suelo dispuesto a hacer un último intento. Pero tuvo que retirarse a la sombra de una grieta. La desesperación le invadía y lloró de nuevo largamente. Al fin decidió afrontar su fracaso, su crimen contra el clan. Volvió la vista hasta la roca donde estaban esparcidos el arco, la varilla, la madera y la vértebra. Pensaba dejarlo todo allí; ninguna de aquellas cosas servía para nada. Antes de resignarse por completo decidió hacer un último intento. Caminó hacia ellos sobre la superficie abrasada de la roca. Aquellos instrumentos llevaban varias horas calentándose sobre ella y ahora estaban calientes y secos. Enroscó la varilla en el arco, sujetó la madera con la rodilla y aplicó con fuerza la vértebra sobre la misma. El aliento del Espíritu Dorado no tardó en aparecer; pero esta vez empezó a crecer y a hacerse vigoroso. Pronto una pequeña columna de humo se elevó hasta su nariz. Hub inspiró excitado el acre olor de aquel humo e imprimió más rapidez al movimiento del arco. Instantes después apartó la varilla: una brasa diminuta se mantenía humeante entre el hollín ennegrecido. Se apresuró a coger un puñado de vilanos de enea y vertió sobre él mismo aquella ascua diminuta. El Espíritu Dorado despertó de pronto y su llama prendió en aquellas finísimas vellosidades.

El clan aprendió a convocar al Espíritu del Fuego aquel año. También aprendió que no solo el agua, sino también la humedad es un veneno que le impide nacer. Las montañas oscuras fueron declaradas sagradas. En algunos días claros sube todo el clan hasta las rocas y hacen una gran fogata. El fuego dura allí toda la noche. En esa noche toda la gente del clan baila y ríe alrededor del fuego y se cuentan historias. Al cabo de unas horas empiezan a ser poseídos por dentro por el Espíritu Dorado y perciben en sus estómagos un calor renovado;  el joven Hub también había recordado como los otros fabricaban su cerveza.

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